EEUU supera las 500.000 muertes por COVID-19

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Durante semanas después de que Cindy Pollock comenzó a colocar pequeñas banderas en su jardín, una por cada una de las más de 1.800 personas de Idaho que fallecieron a causa del COVID-19, el conteo era meramente un número. Hasta que dos desconocidas bañadas en lágrimas tocaron a su puerta buscando un lugar para llorar la muerte del esposo y padre que acababan de perder.

Ahí Pollock supo que su tributo, por sincero que fuera, nunca iba a expresar el dolor de una pandemia que ha cobrado más de 500.000 vidas en Estados Unidos.

“Sólo quería abrazarlas”, dijo. “Porque era lo único que podía hacer”.

Después de un año que ha ensombrecido los hogares en todo Estados Unidos, la pandemia superó el lunes un umbral que parecía inimaginable, un recordatorio de que el virus llega a todas partes del país y a comunidades de todos los tamaños y constituciones.

“Es muy difícil para mí imaginar un estadounidense que no conozca a alguien que ha muerto o tenga un familiar que ha fallecido” por el COVID-19, dijo Ali Mokdad, profesor de sanimetría en la Universidad de Washington, campus Seattle. “No hemos realmente comprendido a fondo lo malo que es, lo devastador que es, para todos nosotros”.

Los expertos advierten que es probable que se registren unas 90.000 muertes adicionales en los próximos meses, a pesar de la enorme campaña de vacunación. Mientras tanto, el trauma del país sigue acumulándose de una forma sin precedentes en la vida pública reciente, comentó Donna Schuurman, del Dougy Center for Grieving Children & Families en Portland, Oregon.

En otras épocas de grandes pérdidas, como los atentados del 11 de septiembre de 2001, los estadounidenses se han unido para hacerle frente a la crisis y consolar a los sobrevivientes. Pero en esta ocasión, la nación está profundamente dividida. Hay una cantidad abrumadora de familias que lidian con la muerte, enfermedades graves y dificultades financieras. Y muchos tienen que hacerlo por cuenta propia, incapaces incluso de organizar funerales.

“De cierta forma, todos estamos de luto”, dijo Schuurman, quien ha dado terapia a familiares de muertos en ataques terroristas, desastres naturales y masacres escolares.

En las últimas semanas, las muertes a causa del virus han disminuido desde las más de 4.000 diarias reportadas en algunos días de enero hasta un promedio de menos de 1.900 al día.

Sin embargo, medio millón de decesos, la cifra registrada por la Universidad Johns Hopkins, es mayor que la población de Miami o de Kansas City, Missouri. Es casi igual al número de estadounidenses muertos en la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea y la Guerra de Vietnam juntas. Es como si ocurriera un 11-Sep diario durante casi seis meses.

“Las personas que perdimos eran extraordinarias”, declaró el presidente Joe Biden el lunes, exhortando a los estadounidenses a recordar las vidas individuales que se ha cobrado el virus, en lugar de sentirse insensibilizados por la enorme cifra.

“Así sin más”, dijo el mandatario, “muchos de ellos tomaron su último aliento solos”.

La cifra, que representa una de cada cinco muertes reportadas en todo el mundo, ha superado por mucho las primeras proyecciones, las cuales daban por sentado que el gobierno federal y las autoridades estatales implementarían una respuesta amplia y sostenida, y que los estadounidenses harían caso a las advertencias.

En lugar de eso, la presión por reanudar las actividades económicas la primavera pasada y la negativa de muchos a mantener un distanciamiento social y portar mascarillas avivaron la propagación.

Las cifras por sí solas no se acercan a capturar el dolor que se vive en el país.

“Nunca tuve dudas acerca de si lo iba a lograr… Creía tanto en él y en mi fe”, comentó Nancy Espinoza, cuyo esposo, Antonio, fue hospitalizado con COVID-19 el mes pasado.

La pareja del condado Riverside, California, había estado junta desde la escuela secundaria. Habían seguido carreras paralelas de enfermería e iniciaron una familia. Entonces, el 25 de enero, Nancy fue llamada para estar al lado de Antonio justo antes de que su corazón se detuviera. Él tenía 36 años y dejó a un niño de 3.

“Hoy somos nosotros. Y mañana puede ser cualquiera”, dijo Espinoza.

Hacia finales del otoño pasado, 54% de los estadounidenses dijeron que conocían a alguien que había fallecido a causa del COVID-19 o que había sido hospitalizado por la enfermedad, de acuerdo con una encuesta del Centro de Investigaciones Pew. El dolor era más generalizado entre los afroestadounidenses, hispanos y otras minorías étnicas del país.

Las muertes casi se han duplicado desde entonces, luego de que el virus se extendió más allá de las áreas metropolitanas del noreste y noroeste del país la primavera pasada, y azotó las ciudades de la franja sur de la nación en el verano.

En algunos sitios, la gente tardó en captar lo grave de la amenaza.

Cuando un querido profesor de una universidad comunitaria en Petoskey, Michigan, falleció la primavera pasada, los residentes lo lamentaron, pero muchos seguían dudando de que el virus fuera muy peligroso, dijo el alcalde John Murphy. Eso cambió en el verano después de que una familia local ofreció una fiesta en un granero. De los 50 que asistieron, 33 se contagiaron. Tres de ellos murieron, señaló.

“Creo que, viéndolo en retrospectiva, la gente sentía: ‘Esto no me va a agarrar’”, dijo Murphy. “Pero con el tiempo, la actitud ha cambiado de: ‘No a mí. No en nuestra área. No soy lo suficientemente grande’, hasta convertirse en algo serio”.

Para Anthony Hernandez, cuya funeraria Emmerson-Bartlett Memorial Chapel en Redlands, California, se ha visto abrumada por las inhumaciones de víctimas de COVID-19, las conversaciones más difíciles han sido las que no tienen respuestas, en sus intentos por consolar a madres, padres e hijos que perdieron a seres queridos.

Su funeraria, que generalmente maneja de 25 a 30 servicios en un mes, tuvo 80 en enero. Hernandez tuvo que explicarle a algunas familias que tendrían que esperar semanas para poder enterrar a sus seres queridos.

“En un momento dado, cada camilla, cada cómoda, cada mesa de embalsamamiento tenía a alguien encima”, señaló.

En Boise, Idaho, Pollock inició el monumento conmemorativo en su jardín en el otoño pasado para contrarrestar lo que ella percibía como una negación generalizada de la amenaza del virus. Cuando los fallecimientos aumentaron en diciembre, colocó de 25 a 30 banderitas nuevas a la vez. Pero su frustración se ha aminorado un poco al ver a los que reducen su velocidad o se detienen para ofrecer sus condolencias o para lamentar su pérdida.

“Creo que eso es parte de lo que yo quería, hacer que la gente hablara”, señaló. “No sólo algo como: ‘Mira cuántas banderas hay en el jardín hoy en comparación con el mes pasado’, sino tratar de ayudar a la gente que ha perdido a seres queridos a que hable con otras personas”.